Decir también es dar
Pierre Charron (1541 – 1603), en su tratado De la sabiduría, sugería que la palabra es la mano del espíritu. Gracias a ella, nos dirá, el hombre toma y concede, solicita consejo y apoyo, y lo da. A través de ella se comercia, se acuerda la paz, se administran los negocios, se traspasan y distribuyen las ciencias y los bienes espirituales; es el ligamen y la argamasa de la sociedad humana. Desde luego, para este leal afecto de Montaigne, la palabra no es sólo dinero. Más que el silencio, la palabra es oro. Y si lo es, y si, como el don para Marcel Mauss constituye la “roca” de las sociedades humanas, ¿no es porque, básicamente, la palabra es don?
Así es, cuando hablamos, y aunque no digamos nada, jamás dejamos de enunciarnos en un lenguaje que no es, fundamentalmente, otro que el del don. ¿Qué es una conversación sino este flujo, regulado y vivo, de palabras dadas, recibidas y retornadas? ¿Qué es una promesa, una invitación, un juramento, una oración, una confidencia, un saludo o incluso el perdón, sino tantas palabras dadas que instauran tal o cual modo de relación? Parlotear, bromear, ¿no es darse, por pasatiempo, a la pura satisfacción del intercambio de palabras?
La sociabilidad más común, es decir la que constituye nuestras relaciones diarias, está alentada y organizada por el espíritu del don. Examinemos, para empezar, las expresiones de cortesía. Decir «por favor», es expresar un ruego, es decir, un llamado al don, que depende de la complacencia –del asentimiento: “si le viene bien”– del otro. Decir “gracias” es responder, con un gesto de agradecimiento, al don recibido, y expresar así un reconocimiento de deuda simbólica –ahora estoy “a tu merced”. Decir “buenos días” –“dar los buenos días”– no sólo indica que hemos reconocido a una persona que hemos encontrado, por primera vez ese día; ya denota una relación, aunque sea sucinta y puntual; es también, literalmente, desear que el resto del día le sea propicio. Doy, con estas simples palabras, un signo de atención al otro y tengo derecho a esperar, es decir –que esta palabra obliga– que él me dé a cambio la misma señal, la misma atención.
También en el lenguaje preciso de los intercambios comerciales algo del espíritu del don cobra vida y resiste. A nadie se le ha ocurrido dirigirse a su panadero en estos términos estrictamente utilitarios: “Tengo para usted una suma de dinero que podría interesarle y que se adapta perfectamente a esta barra de pan que necesito: cambiemos la una por la otra”. Al entrar en una panadería optamos por decir: “Buenos días, quisiera una barra de pan, por favor”. Esta proposición ordinaria no es en absoluto del mismo orden. Primero, es una demanda y no una oferta. Entonces, el uso del condicional y la fórmula “por favor” indican que una de las condiciones del intercambio es la buena voluntad del panadero. Se trata, en efecto, de una palabra cortés y educada que configura y recubre una reciprocidad de intereses, pero también y sobre todo de una palabra imprescindible mediante la cual los hombres evidencian que pueden ser, o al menos parecer, algo más que puros mercaderes. Como si los dos participantes en el intercambio, para colmar su interés, tuvieran que expresarse paradójicamente en un idioma que no puede ser explícitamente el del interés, sino el del don.
Así, cuando hablamos, recurrimos a fórmulas que recuerdan incesantemente el lugar del don en las relaciones sociales hasta el punto de tomar prestada su gramática –aunque no nos demos cuenta, aunque estemos habitados por intenciones diversas (incluso las más innombrables). Sin embargo, no podemos limitarnos a corroborar estos parecidos. El dar un regalo puede constituir un lenguaje en sí mismo –como lo expresa, por ejemplo, la publicidad de las floristerías: “Dilo con flores”. De manera más general, muchos antropólogos han podido enfatizar hasta qué punto las prácticas rituales mezclan dones de cosas y dones de palabras, hasta el punto de que las palabras son dones y los dones son palabras. Pero resulta tentador ir más allá. De hecho, la exigencia de dar, recibir y retornar no es algo que sólo la lengua pueda expresar. Ciertamente, el don necesita de la palabra para ganar transparencia, para asegurar las intenciones manifestándolas. Pero, más fundamentalmente, ¿no anima el don el hecho mismo de hablar? Si el don es lenguaje, ¿no podemos, a la inversa, pensar el lenguaje –o la palabra– como un don? ¿No podemos “decir” que el don “hace” la palabra? Desviando la fórmula de Austin 1: ¿y si decir no fuera sólo hacer, sino dar?
Esta referencia al fundador de la teoría de los actos de habla no es sólo un juego de palabras fácil. De hecho, resulta extraordinario percatarse cómo la etnología nunca ha concebido el lenguaje –al menos cuando se ha interesado por él– más que en términos performativos, ya se trate de la palabra sacrificial, de la palabra que cura, de la palabra que mata, pero también de la palabra ordinaria. Que la palabra es acción es obvio. Ya sea amorosa, poética, religiosa, catártica, agonística, terapéutica o expresada por medios no verbales (plásticos y musicales), la palabra dogón (so) es siempre una fuerza en acción que engendra efectos muy tangibles. Pero el “hacer” de esta fuerza, ¿no es, ante todo, como el don, un “hacer relación”? ¿No es la palabra, ante todo, performativa de alianza? En lengua malinké, la boca (da), que a la vez significa “palabra”, simboliza el lazo entre los seres humanos, hasta el punto de que, para significar una disputa entre dos personas, se dirá: “Me ha cortado su boca (da)” (literalmente “ha dejado de hablarme”, el lazo se ha roto). No obstante, si el “hacer del decir” constituye en este sentido el resorte sin el cual no es factible la vida social, la palabra, como el don, se ve alterada por la misma ambivalencia: puede ser igualmente bondadosa, benéfica, socializante y subjetivante –tal es su semblante sim-bólico (lo que une)–, como malévola, dañina, violenta, destructiva tanto de las relaciones sociales que debe ayudar a fundar como de los sujetos a quienes se dirige –es su semblante día-bólico (lo que divide, antagoniza).
Incluso la violencia simbólica, en sus diversas formas lingüísticas, nos devuelve al don. Aquel que “toma la palabra” para acapararla y despojar de ella a los otros, ejerciendo así un magisterio y subyugando a un público con sus discursos, aparece primero como un hombre acomodado, opulento, con conocimientos y títulos, que da más en palabra que los demás y, por tanto, los aplasta. Y cuando incitamos a alguien mediante una insinuación o una ofensa directa, ¿qué hacemos sino provocar que el otro dé a su vez? Lo que tiende a expresarse aquí es un don agonístico: si el otro no responde, o duda demasiado, queda denigrado; si responde con éxito, impulsa a devolver los golpes. Este intercambio puede ser docto, convertirse en una disputa o una polémica, pero no es menos violento. Puede ser más fluido y ligero, como el intercambio de chistes –o “bromas”– entre amigos. Básicamente, la violencia transita, y cuando se fija en la institución de una dominación o de un intercambio regulado, incluso pacificado, siempre puede resurgir y emerger de los límites que le hemos intentado fijar. Esto se debe a que la palabra que se da tiene tantos encantos como peligros. Cualquier comentario está plagado de violencia potencial. Por lo cual es necesario aprender a “morderse la lengua”. Sólo basta el lenguaje absolutista para extinguir el vigor propio de la palabra restringiendo por adelantado el sentido de cada expresión, simplificándolas al máximo, reduciendo las fórmulas más corrientes a simples clichés que piensan por nosotros. En este sentido, la conocida fórmula de Roland Barthes, en su conferencia inaugural en el Colegio de Francia en 1977, según la cual «la lengua, como ejecución de todo lenguaje, no es ni reaccionaria ni progresista, es simplemente fascista, ya que el fascismo no consiste en impedir decir, sino en obligar a decir» 2, puede parecer muy escandalosa, como cuando define Pierre Bourdieu la lengua: «el soporte por excelencia del sueño del poder absoluto» 3.
Subrayando esta dimensión simbólica, se ha tratado sobre todo de interrogar qué es lo que la palabra da, lo que decir quiere dar. Privilegiar aquí en qué sentido es don de vida, de alianza; cómo dar la propia palabra o dar la palabra, comprometerse a decir, escuchar, responder, contribuye tanto a la intensidad y vivacidad de las relaciones sociales como a las de las identidades personales. Como si los hombres y las sociedades humanas precisaran afirmarse, existir, perdurar, nutrirse incesantemente de estos lazos delicados y precarios que componen estos signos que se intercambian de boca en boca. Tomar conciencia de este hecho inaugura una perspectiva importante, audaz, escasamente explorada, que interpela tanto la teoría del lenguaje como la de la sociedad y la subjetividad. Es desafiante mostrar que, en el fundamento mismo de nuestros actos de palabra, es decir del lenguaje vivo, hay ante todo un don.
O, enunciándolo de otra manera, para que el hombre sea Homo loquens debe ser primero y siempre Homo donator.
Ezequiel Mir Casas,
participante en Barcelona
mircasasezequiel@gmail.com
Notas:
- Austin J. L., Cómo hacer cosas con palabras, Paidós, Barcelona, 2016. ↑
- Barthes R., El placer del texto y Lección inaugural de la cátedra de semiología lingüística del Collège de France, Siglo XXI, 2007, p.120. ↑
- Bourdieu, P., ¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos, Akal, Tres Cantos, 2020, p. 16. ↑