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Antoni Vicens

Lo que retumba

Antoni Vicens

Lacan repite varias veces que el obsesivo busca el signo tras el significante. El significante es garrulo, metonímico, remite a Otra cosa; y esto es lo que trata de evitar. El signo puede ser mudo, parece detener la verborrea feroz del superyó, evitar la palabra que retumba. El obsesivo busca el signo que le sostendría en lo particular de su goce y que guardaría silencio sepulcral sobre la culpa. El hombre de las ratas pensaba, de niño, que sus padres oían su voz interior; se le hacía imposible callarla; ningún silencio le refugiaba; vivía en confesión constante de sus fantasmas.

Se trata para él de detener como sea la remisión de signo a signo, madre del significante. El obsesivo apela a la significación fálica como a un signo universal de detención, de ahí el surgimiento de lo obsceno en su discurso mental; surgimiento que pide ser reprimido, en una tensión infernal. “¡Eh tú, lámpara, pañuelo, plato…!” Como dice Lacan, se trata de “dejar surgir el falo en su presencia real (…) como para detener toda la remisión que tiene lugar en la cadena de los signos y, más todavía, para hacer que los signos vuelvan a no sé qué sombra de la nada”1. El obsesivo deja que muchos signos valgan como silencio, sombra, nada… falo sin castración, globo hinchado, esfuerzo por investir cualquier signo que se muestre útil para no vehicular la falta que causa el deseo.

Otra observación de Lacan sobre el obsesivo parte de las cuentas con las que el Hombre de las Ratas intentaba colmar el intervalo entre el relámpago y el trueno. El obsesivo, en efecto, se siente obligado a obturar el intervalo entre significantes, a no dejar que se revele la inexistencia de la fórmula del comercio sexual. Se le podría meter el disolvente de toda su fantasmagoría. “Lo que el sujeto teme encontrar (…) es (…) cierta clase de deseo, un deseo tal que devolvería a la nada de antes de toda creación a todo el sistema significante”2.

Está ahí, el falo; solo que si lo toma en la cadena significante produce fantasmas, lo que le provoca una alienación insoportable. Lo toma entonces como signo, detención, silencio, meta. “Ungeschehen machen, tornar no advenida la inscripción de la historia”3. Todo lo que aparece como historia no es más que significante, remisión metonímica, y por tanto se le echa a faltar aún la certeza buscada. En el significante, el sujeto se revela, pero precisamente en su desaparición, lo que para el obsesivo es horror y abominación. “M… al discurso; viva el signo feroz que dirá el deseo a la vez que lo borrará: alguien lo quiso, lo mandó, lo constituyó como castigo, alguien cuyo “estatuto es incierto (…) lenguaje de signos que no admite la metáfora, ni engendra la metonimia”4.

Asociemos estas consideraciones a un famoso cuento de Ramón del Valle-Inclán titulado “El miedo”. El protagonista, Bradomín adolescente, acaba de ser nombrado Caballero Cadete del Regimiento del Rey. Su madre le manda confesarse con el Prior de Brandeso en la capilla del Pazo, pero antes debe hacer examen de conciencia, al pie del altar. A sus pies está la tumba del señor de Bradomín, patriarca de la familia, nombrado caballero por los Reyes Católicos. Está rodeado por el escudo de la familia, la imagen del santo tutelar, la estatua orante del caballero en la losa del sepulcro, la lámpara que brilla día y noche en la oscuridad, y la madre y las hermanas murmurando oraciones. El Caballero Cadete se adormece en la meditación. De repente, las tres mujeres gritan y huyen: “En el sepulcro del guerrero se entrechocaban los huesos del esqueleto. Los cabellos se erizaron en mi frente. La capilla había quedado en el mayor silencio, y oíase distintamente el hueco y medroso rodar de la calavera sobre su almohada de piedra”5. Llega el Prior, que había sido a su vez Granadero del Rey, para confesar al penitente. “Llegó hasta mí sin recoger el vuelo de sus hábitos blancos, y afirmándome una mano en el hombro y mirándome la faz descolorida, pronunció gravemente:

—¡Que nunca pueda decir el Prior de Brandeso que ha visto temblar a un Granadero del Rey!…

No levantó la mano de mi hombro, y permanecimos inmóviles, contemplándonos sin hablar. En aquel silencio oímos rodar la calavera del guerrero”6.

Para salir de dudas, el Prior se acerca al sepulcro y levanta la losa con la ayuda del Caballero Cadete. “La árida y amarillenta calavera aún se movía. El Prior alargó un brazo dentro del sepulcro para cogerla. Después, sin una palabra y sin un gesto, me la entregó. La recibí temblando. (…) Al fijar los ojos sacudí las manos con horror. Tenía entre ellas un nido de culebras que se desanillaron silbando, mientras la calavera rodaba con hueco y liviano son todas las gradas del presbiterio. El Prior me miró con sus ojos de guerrero (...)

—Señor Granadero del Rey, no hay absolución… ¡Yo no absuelvo a los cobardes!

(...) Las palabras del Prior de Brandeso resonaron mucho tiempo en mis oídos: Resuenan aún. ¡Tal vez por ellas he sabido más tarde sonreír a la muerte como a una mujer!”7 Presa del pavor, el Cadete no alcanza a tomar el rumor de la tumba como un significante, sino como un signo mudo, muerto y definitivo de su falta de valor. Más bien era el signo de la castración que se hace necesaria para sonreír a una mujer sin tomarla como la muerte, como signo definitivo. Signo que evitaría la castración, que viene del Otro, aquí negado. Las lenguas sibilantes sobre el fondo del vacío sepulcral se superponen a la voz del padre que no retumba. La luz perenne de la lámpara de la capilla le seguirá mirando.

Antoni Vicens,
Psicoanalista en Barcelona
avicens@me.com

 

Notas:

  1. Lacan J., El Seminario, libro 8, La transferencia. Paidós, Buenos Aires, 2003, p. 279.
  2. Ibid. p. 297.
  3. Lacan J., El Seminario, libro 10, La angustia. Paidós, Buenos Aires, 2007, p. 73.
  4. Lacan J., “Posición del inconsciente”, en Escritos. RBA, Barcelona, 2006, p. 819.
  5. Valle Inclán R. Del., “El miedo”, en Jardín Umbrío, Colección Austral, Madrid, 1960, p. 21.
  6. Ibid., p. 22.
  7. Ibid., p. 23.