Escoger la palabra justa

La política y los medios están, esencialmente, hechos de palabras. Son los ladrillos de la casa común, los proyectiles para la gran lucha, las notas para la melodía de las frases. En suma, las palabras son la materia prima preciosa. Ahora bien, lo extravagante en estos tiempos es la inventiva –verdadera o falsa– con la que nos sirven todas estas palabras.

No sólo la inventiva sino el mimetismo servil, la capilaridad astuta, la copia semántica gracias a la cual un determinado tipo de lenguaje acaba imponiéndose por doquier, en un momento dado. ¿Pensamiento único? ¡No tan seguro! ¿Lengua única, neolengua1? Oh, sí, demasiado a menudo.

Todo ocurre como si hubiéramos dejado de cuestionar el propio lenguaje; como si sólo lo utilizáramos de forma cándida, básica, olvidando esta evidencia: las palabras raramente son neutras. Todo lenguaje trae consigo –como la filigrana de un billete– un corpus de prejuicios, preferencias, sesgos, juicios de valor a descodificar. Las palabras están cargadas de ideología. Sin embargo, de este esfuerzo, el discurso mediático en general parece haber prescindido subrepticiamente. Ahora se utiliza la palabra un poco a granel, sin esfuerzo de desciframiento, sin exigencia de sentido o de verdad.

Esta capitulación del espíritu crítico otorga al discurso dominante –el de las noticias, el de los editorialistas– su carácter extraordinariamente uniforme, repetitivo, fibroso. Y francamente inaudible… Cada uno de nosotros, en definitiva, se limita a recolectar perezosamente en el espíritu de los tiempos las pocas palabras que uno encuentra para repetirlas ad nauseam, día tras día, como si no contuvieran nada más que su evidencia plana. Desde hace varias décadas, estos mini salmos, aparte de variaciones ínfimas, se nos recitan cien veces al día.

¿Cuál es la naturaleza exacta de estos apremios? ¿Y sus límites? ¿La economía de mercado no es lo que ayer todavía llamábamos capitalismo? ¿Pero por qué hemos renunciado a esta última palabra? ¿Por qué motivos? ¿El capitalismo también habría desaparecido? ¿Ya no habría más explotadores ni explotados? No hemos olvidado al extraordinario André Gorz2, cuyo pensamiento era un auténtico antídoto contra los excesos del neoliberalismo. A menudo repetía que una sociedad, para existir y perdurar, necesita muchas actividades inútiles.

Pensemos también en la famosa desregulación invocada como liturgia conjuratoria, ¿no designa lo que antes se evocaba hablando del retroceso del Estado? ¿Y hasta dónde debe retroceder el Estado? ¿Hasta encontrar la selva? En cuanto a esta famosa flexibilidad que hechiza a tantos ingenuos, la expresión es evidentemente sólo una modestia oratoria aplicada a un progresivo desmantelamiento de la legislación laboral, esa difícil domesticación en un siglo de capitalismo desde sus orígenes. ¿Por qué no decirlo si uno está seguro de su punto de vista?

Se podrían citar millares de señuelos lingüísticos de este tipo esparcidos por las ondas de radio y las pequeñas pantallas. Con impudencia e imprudencia. ¿Por qué? Porque una neolengua, digámoslo, es siempre una –explosiva– represión de la verdad…

 

Ezequiel Mir Casas,
Palafrugell (Girona)
mircasasezequiel@gmail.com

 

Notas:

  1. La lengua oficial de Oceanía, inventada por George Orwell para su novela de ciencia ficción 1984. Se trata de una simplificación léxica y sintáctica de la lengua destinada a imposibilitar la expresión de ideas potencialmente subversivas y evitar cualquier formulación de crítica al Estado. El objetivo final es llegar incluso a impedir la “idea” misma de esta crítica. Fuera del contexto de la novela, la palabra neolengua se ha utilizado para designar peyorativamente un lenguaje o un vocabulario destinado a distorsionar la realidad, o ciertas formas de jerga.
  2. Gorz A., Metamorfosis del trabajo, Sistema, Madrid, 1997.